¡Oh
excelso muro, oh torres coronadas
de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles ya que no doradas!
de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles ya que no doradas!
Luis
de Góngora
ESCUDO DE CORDOBA (Ciudad): reproduce
el reverso que eligió el Consejo de Córdoba en 1241. Una vista del puente
romano, el Guadalquivir, la noria de la Albolafia , una muralla almenada, la puerta del
puente, la Mezquita
y Alminar flanqueado de palmeras y plantas botánicas.
Puente Viejo
Sobre fines del siglo X Córdoba (Qurtuba) era la capital del
Califato del mismo nombre, su poder se extendía a prácticamente toda la
península Ibérica incluidas las islas Baleares y algunas zonas del norte de
África. Se calcula que la ciudad tenía medio millón de habitantes repartidos
entre el recinto amurallado y los arrabales (la población actual es de unos
327.000). En ese tiempo la segunda ciudad en población en España era Toledo,
con sólo treinta y cinco mil habitantes.
Al día siguiente Quintín se despertó muy temprano. Una sensación
insólita de calor y de sequedad sorprendió sus nervios. Se asomó al balcón. La
luz fina, aguda, algo mate de la mañana iluminaba la calle. En el cielo limpio,
pálido, vagaban lentamente algunas nubes blancas.
Quintín se vistió con rapidez; salió de casa, en la que todos aún
dormían; tomó hacia abajo; se internó por una callejuela estrecha; cruzó una
plaza; siguió una calle, luego otra y otra, y al poco tiempo se encontró sin
saber por dónde iba.
«Es gracioso», murmuró.
Estaba desorientado. No suponía ni aun a qué lado del pueblo se
encontraba.
Esto le produjo una gran alegría, y feliz, con el alma ligera, sin
pensar en nada, gozando del aire suave, fresco de una mañana de invierno,
siguió con verdadero placer perdiéndose en aquel laberinto de callejones, de
pasadizos, de verdaderas rendijas llenas de sombra…
Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta
formar una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los
canalones, terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero
a otro, y las dos líneas de los tejados, rotas a cada momento por el saliente
de los miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una
cinta azul, de un azul muy puro.
Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y a otro se abrían
otras igualmente estrechas, blancas y silenciosas.
Quintín no se figuraba tanta soledad, tanta luz, tanto misterio y
silencio. Sus ojos, acostumbrados a la luz cernida y opaca del norte, se
cegaban con la reverberación de las paredes; en su oído zumbaba el aire como
esos grandes caracoles sonoros.
¡Qué distinto todo; qué diferencia del ambiente claro y limpio,
con el aire gris, del sol refulgente de Córdoba, con aquel sol turbio de los
pueblos brumosos y negros de Inglaterra!
«Esto es sol —pensó Quintín— y no aquel de Inglaterra, que parece
una oblea pegada en un papel de estraza.»
En las plazoletas, las casas blancas de persianas verdes, con sus
aleros sombreados por trazos de pintura azul, sus aristas torcidas y bombeadas
por la cal, centelleaban y refulgían, y al lado de una plazuela de éstas,
incendiada de sol, partía una estrecha callejuela húmeda y sinuosa llena de
sombra violácea.
En algunas partes, ante las suntuosas fachadas de los viejos
caserones solariegos, Quintín se detenía. En el fondo del ancho zaguán, la
cancela destacaba sus labrados y flores de hierro sobre la claridad brillante
de un patio espléndido, de sueño, con arcos en derredor y jardineras colgadas
desde el techo de los corredores, y en medio de una taza de mármol, un surtidor
de agua cristalina se elevaba en el aire.
En las casas ricas, los grandes plátanos arqueaban sus enormes
hojas; los cactus decoraban la entrada, enterrados en tiestos de madera verde;
en algunas casas pobres, los patios aparecían desbordantes de luz al final de
un larguísimo y tenebroso corredor lleno de sombra…
Iba avanzando el día; de cuando en cuando un embozado, una vieja
con una cesta o una muchacha despeinada, con el cántaro de Andújar en la
redonda cadera, pasaban de prisa, y al momento, en un instante, desaparecían
unos y otros en la revuelta de una callejuela. En una rinconada, una vieja
colocaba una mesita de tijera, y encima, sobre unos papeles, iba poniendo
arropías de colores.
Sin advertirlo, Quintín se acercó a la Mezquita y se encontró ante
el muro, frente a un altar con un sotechado de madera y unas rejas adornadas
con tiestos de flores.
En el altar había este letrero:
Si quieres que tu dolor
se convierta en alegría,
no pasarás, pecador,
sin alabar a María. [1]
RABO DE TORO
Se trata de un guiso clásico conocido desde la época romana
(figura en De re coquinaria, de Marcus Gavius Apicius, un compendio de recetas del siglo IV). En su versión actual se origina en Córdoba en el siglo XVI.
Como característica principal se destacan que para su elaboración se utilizaban
los rabos de los toros de lidia. “Las gentes mas humildes de la ciudad de
Córdoba esperaban con paciencia a que los diestros dieran final a la vida de
los toros bravos y aquí, en las puertas traseras de la plaza de toros de Los
Tejares, es donde ocurría lo verdaderamente trascendental, se regalaba el rabo,
las orejas, las vísceras y demás casquería, mientras que el empresario, apoderado
y algún carnicero con algo de poder monetario se quedaba con las partes nobles
como el lomo, solomillos, patas, etc. Todo
el esmero de aquellas mujeres cordobesas de la época se depositaba en ese
trofeo culinario, con el cual debían alimentar a toda una casa de vecinos. Esto
[…] hace que el ingenio, la astucia y el hambre resurja de lo más interno de
sus almas. Pensad que con un par de rabos o como mucho 3 pares, debían hacer de
comer para unas 30 personas.[2]
INGREDIENTES
para cuatro personas
Rabo dos kilos
(se pueden utilizar también de ternera o de buey), cortados por la coyuntura
Cebolla
blanca un kilo
Zanahoria medio
kilo
Morrón rojo medio
kilo
Ajo tres
dientes
Pimentón dos
cucharaditas
Laurel unas
hojas
Pimienta
negra unos granos
Vino tinto
media botella [3]
Caldo de
carne un litro
Aceite de
oliva
Harina tres
cucharadas
MODO DE
PREPARACIÓN
Enharinar y
sellar de ambos lados los rabos en aceite bien caliente. Retirar. Freír la
cebolla, el morrón y la zanahoria cortados en trozos medianos. Cuando ablandan
las verduras verter el vino, el laurel, el ajo, el pimentón y la pimienta y cocinar unos minutos. Agregar
el caldo hasta cubrir y cocinar unas dos horas a cazuela tapada (y agregando
caldo en caso necesario). Revolver de vez en cuando. Cuando está listo retirar
la carne y pasar las verduras y el líquido por un chino (o procesar con un
mixer). Servir la carne y volcar sobre ella la salsa. Para acompañar hervir
unas papas en cubos y freírlas en manteca y aceite hasta que se doren bien.
BEBIDA
SUGERIDA: Vino tinto Malbec
[1] Fragmento de “La feria de los discretos” de Pio Baroja
(1905)
[2] Toni Requena Iglesias, chef de Bodegas Mezquitas - Cordoba
[3] Tradicionalmente se utiliza un vino generoso: el amontillado, un vino propio del Marco de
Jerez, en Cádiz y de Montilla-Moriles,
en Córdoba, Andalucía
(España).
Por sus características enológicas se halla entre el fino y el oloroso1
. Su nombre proviene de la región vitivinícola de Montilla, lugar donde nació en el siglo XVIII.