Nadie permanece indiferente frente a Roma, mucho
menos los muchos escritores que han volcado en papel sus vivencias: Montaigne,
Goethe, Chateaubriand, Stendhal, Shelley,
Dickens, Andersen, Mark Twain, Henry James,
Rilke, sólo por citar algunos. Javier
Reverte, viajero incansable, quiso dejar
sus impresiones y publicó en 2014 “Un
otoño romano”, dice allí el periodista y
escritor madrileño:
“Hay
una luna llena y rumbosa trepando hacia la altura y nubecillas rosadas se
deshilachan en el cielo. El ocaso es esplendoroso. En sus “Paseos” ya lo decía
Stendhal “La admirable vista que se domina desde San Pietro es la más bella de
Roma. Hay que elegir un día de nubes dispersadas por el viento; entonces todas
las cúpulas de Roma se muestran alternativamente en sombra y luz”
¿Qué
hace hermosa a una ciudad?, me digo. En muchas de las que he visitado, sobre
todo, la integración en el paisaje de la naturaleza: Venecia y el oloroso
mar, Florencia y la sensualidad de su
campiña, Nápoles y la cegadora luz, Sevilla y el verde Guadalquivir, Cádiz y el
cielo gigantesco de su bahía, Nueva York y la violencia de los dos ríos que
aprisionan Manhattan…, podría seguir con cien ejemplos. Pero en Roma no sucede
así. Aquí la naturaleza no se vislumbra y el Tíber, aunque a veces amenaza con
desbordarse, es un río de aire domeñado. Aquí todo es obra humana destinada a
la eternidad, ambición de trascendencia… Pero no por los caminos de la mística,
sino por los senderos del arte. Los antiguos romanos comprendieron bien que la
única forma de burlar a la muerte era afirmar la vida en la peripecia artística
imperecedera, en la búsqueda de la genialidad. Y los papas, que detestaron en
un principio el paganismo y lo condenaron, acabaron rindiéndose a la certeza de
la eternidad del arte. ….Todo el mundo sabe que los antiguos romanos tomaron a
los viejos griegos como maestros. Y aún les gusta repetir una frase del médico
Hipócrates, que hizo suya el sabio Séneca: “La vida es breve, largo el arte”
ALCAUCILES A LA JUDÍA –CARCIOFI ALLA GIUDIA-
La cocina romana ha sido tradicionalmente una
cocina popular, confeccionada con ingredientes
sencillos y económicos pero preparados con mucha imaginación. Las
recetas surgieron en el ambiente rural y de los suburbios de la urbe. Hoy esta cocina
“pobre y campesina” resulta parte del atractivo turístico de la ciudad.
En Italia, y
particularmente en Roma, algunas
tradiciones gastronómicas tienen una antigüedad de siglos o milenios,
hasta la Edad Media
o la época del Imperio Romano. Roma tiene su propia tradición, en ella ha
tenido mucha influencia la cocina
judía; la comunidad judía de Roma
es la más antigua del mundo, se ha mantenido desde la época del emperador
Claudio hasta nuestros días. La comunidad judía se ha encargado de mantener
vivas prácticas culinarias milenarias, empezando por el cordero, que en Roma se
llama abbacchio y el alcaucil -carciofo-.
Las comidas en Italia constan de cuatro
pasos. El primero es el antipasto
–antes del plato principal-, en plural antipasti. Consiste en un aperitivo
servido antes de los otros pasos: el primo
piatto, de pastas y arroces, el secondo piatto, de carnes y el dolce, el postre. Puede
incluir desde las especialidades más elaboradas hasta las más sencillas, como
aceitunas, rodajas de salami,
mariscos diversos, cuñas de frittata
o alcauciles.
El objeto del antipasto es abrir el
apetito sin saturar los sentidos. El nombre se asocia a la palabra italiana pasto, del latín pastus –comida, alimento-, del verbo pacere –alimentar- y el prefijo ante
–previo-
Las
alcachofas o alcauciles son un plato típico de la cocina judía – romana. La
receta original consiste, básicamente, en alcauciles fritos. Para su
preparación se utilizan los Cimaroli (también
conocidos como violetas) que son una variedad “romana” cultivada entre
Ladispoli y Civitavecchia. Este tipo de alcaucil tiene por característica su
forma redonda y sobre todo libre de espinas; gracias a esto, se pueden consumir
en su totalidad sin descartar nada. Para las variedades que tenemos en nuestra
región hay que adaptar la preparación, que resulta por cierto muy sencilla.
INGREDIENTES
Alcauciles
(uno o dos por persona)
Limón
uno
Sal y
pimienta
Aceite
de oliva
MODO DE
PREPARACIÓN
Preparar
un bowl u olla con agua fría hasta los ¾,
el jugo y la cáscara del limón. Proceder a preparar los alcauciles.
Retirar dos filas de las hojas inferiores. Hacer un corte en redondo
aproximadamente a la altura de los dos tercios de la flor (tomado desde la
base). De esta manera descartaremos las puntas de las hojas con espinas. Pelar
el tallo. A medida que los limpiamos los sumergimos en el agua con un plato por
encima para que no floten y no estén en contacto con el aire. Antes de freírlos
hay que secarlos con un papel absorbente y golpearlos para que las hojas se
separen. Si los alcauciles son tiernos se puede optar por la doble fritura:
calentar el aceite en una sartén profunda, freír los alcauciles haciéndolos
girar para que se cocinen parejo, retirarlos. Aplastar la parte de las hojas
contra el papel absorbente y reservar. Salar y cimentar. Antes de la comida se
vuelven a freír del lado de las hojas hasta que éstas se doren. Si los
alcauciles no son muy tiernos (depende de las variedades y el tamaño) se pueden
blanquear antes de freír (previo a freír
enfriarlos y secarlos con papel absorbente). Se sirven sin otro aditamento, tibios o a temperatura ambiente.
BEBIDA
SUGERIDA: Vermouth rosso con un toque de soda y una rodaja de limón